La postergación es un problema de bastante relevancia clínica; muchos pacientes consultan por su tendencia a procrastinar. Si bien la postergación no constituye en sí misma un trastorno psicopatológico de gravedad, puede generar consecuencias disfuncionales en los pacientes.
Ya conocemos, por ejemplo, el efecto de la postergación de la conducta de estudio en el rendimiento académico y en la eficiencia laboral cotidiana. Incluso, hay personas que postergan actividades simples y menores, tales como pagar algún impuesto pendiente o reparar algún objeto de su casa. La postergación de conductas pendientes genera un estado de estrés situacional e insatisfacción personal que remite de inmediato cuando finalmente se ejecuta la actividad postergada.
En los casos más severos, la postergación puede derivar en consecuencias perjudiciales, tales como ser despedido del trabajo por incumplimiento laboral. En el ámbito de la salud, la aparición de enfermedades físicas puede ser efecto de la postergación del paciente, pues éste no ha llevado a cabo oportunamente los chequeos médicos periódicos necesarios para el cuidado de su salud.
Entre otros aspectos, sabemos que los pacientes que postergan le dan prioridad a las conductas de ocio en lugar de ejecutar primero la conducta pendiente. Por otra parte, también es frecuente que la procrastinación se deba a que esperan, por así decir, sentirse “totalmente seguros” para iniciar la tarea postergada.
Para modificar estas características de la postergación existen varios procedimientos operativos. Uno de los aspectos a alcanzar durante el tratamiento es la disminución del pensamiento excesivo previo, asociado a la actividad que se posterga.
La creencia del paciente de que sólo debe ejecutar la conducta una vez alcanzadas determinadas condiciones óptimas para llevarla a cabo puede interferir en la ejecución fluida e inmediata de la conducta pendiente.
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